viernes, 26 de enero de 2018

La niña no quiere esperar

Impaciente como nunca. El ceño fruncido y quiere caminar. A través del cristal me grita, me pide movimiento. Yo me siento asustada, el temor a defraudar, a que duela, es demasiado grande. Sin embargo, la niña cambia su gesto y me dice con esa sonrisa que solo nosotras conocemos que no pasa nada. Dice que la playa no va a alejarse, que la arena fresca me espera y que el océano es más grande que el mar. Me implora que me vaya para volver con nuevas cosas que contarle.

Una parte de mí sabe que debo hacerle caso. Ella nunca se equivoca. Miro las fotos de mi pasado y veo demasiados rostros a los que rendir cuentas, el mío propio es el más exigente. Pienso que todo aquello con lo que predico debería ser motor para mis elecciones y aún así, mis pies permanecen anclados al suelo. Demasiadas raíces.

Me llama y me lleva con ella. Estamos rodeadas de olivos y subimos a un tejado de uralita. Me da una especie de prismáticos elaborados con ladrillos y entonces lo veo claro. Buscamos siempre el barro, siempre los caminos difíciles y después salíamos victoriosas emergiendo en solitario. Ella era más valiente que yo, más sabia. "Debemos aprender de los niños", dice una voz en mi cabeza.

Vuelvo a mi habitación. Miro los rostros del papel y decido escoger un camino en solitario. El camino de barro, el difícil. Nos miramos satisfechas, seguras.



Me pregunto si la arena tendrá diferente textura allí.

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