En la comodidad de mi sofá, mi café y mis galletas, en la rutina de mis clases y mis besos, en la seguridad de un regazo fraternal y una cama blandita, era feliz. ¿Lo era? Lo era. Esa felicidad quizás ingenua del que no se ha dado cuenta de que cruzando la calle y doblando la esquina, la Duda espera sin prisa tu llegada para asaltarte y llevarse consigo tu apacible tranquilidad. Desaparece entre las sombras dejando su huella en tu estómago, a partir de ahí, todo son preguntas y ya nada es igual.
¿Por qué ahora?, ¿por qué siento esto?, ¿cómo he llegado aquí?, ¿puedo fingir que nada haya pasado? Pero la respuesta es siempre negativa y la Duda deja cicatrices difíciles de obviar. Intentando mirar a un lado, intentando acallarla, procurando volver al inicio y no doblar esa esquina. De repente estás frente a un espejo donde no ves más que un cuerpo desnudo, lo tocas y el frío cristal te recuerda que sólo es una imagen y que bajo tus ojos, estás realmente tú. ¿He cedido tanto hasta que ya no queda nada mío?, ¿me he acostumbrado a no ser yo?, ¿me he conformado con un papel secundario?, ¿he olvidado la niña salvaje que exige aventuras?, ¿dónde está la fuerza y el valor?, ¿será pasajero?, ¿estoy exagerando? Dudas, dudas, dudas. Giras y giras en la cama para poder encontrar la ansiada postura que te lleve a ese mundo onírico donde quizás encuentres refugio, pero la Duda conoce hasta tus más profundos escondites y acaricia cada una de esas partes hasta llevarlas a los ojos dormidos.
El sofá ya no es cómodo, los besos no son cálidos y te sientes caer en unos brazos que aún no te echan de menos. Y la solución es llegar a esa respuesta que se esconde en alguna parte de nosotros dejándose ser, dejándose sentir.
Una piel morena, una sonrisa, el pelo todavía mojado, brisa y olor a mar,una piedra blanca en la mano, arena, unos ojos que te devuelven la mirada y te sonríen en el espejo.
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