lunes, 23 de agosto de 2010

una lágrima

He pensado durante mucho tiempo, y tras arduos y afanosos intentos no he logrado captar en palabras ni la más mínima esencia de toda la felicidad que me ha rodeado en los últimos días. Aún sabiendo que esto es así, aún siendo consciente de que quizás no pueda, como un espejo intenta reflejar sin éxito toda la luz del sol, más que vislumbrar el principio, voy a intentarlo.

El sol comenzaba a ponerse, se deslizaba por las montañas con suma tranquilidad. Habíamos pasado ya unos días en los que simplemente no podía más que recordar todo aquello que una vez, en mi niñez me había tocado despacio. En aquellos días donde las noches se hacían mañana, donde las lágrimas caían tan solo por alegría, en los que asombrada los veía pasar, sin siquiera llamar, hacia mi interior; en esos días yo quería hablar, lo deseaba, pero no podía porque las palabras estropearían la pulcritud de todos aquellos segundos de máxima felicidad.
Estábamos en paz y yo lo sabía. No quería estar en ningún otro lugar ni en ningún otro momento. Sólo allí.
Subimos al coche y entre canciones avanzamos por todos aquellos senderos cuyos paisajes me inundaban, me embriagaban y me sobrecogían de una forma que no atino en explicar. A cada metro que transcurría bajo los neumáticos recordaba como aquellos hoyuelos sonreían, como esos ojos oscuros brillaban ante la luz de lo que todos pensaban... Recordaba también el entusiasmo por conocer y conocernos y la satisfacción de aquel que deseaba nuestra presencia en su particular mundo. A cada metro, repito, podía rememorar los abrazos y la asombrosa facilidad con la que todos nos unimos en un viaje que no tendría fin; siempre sería recordado, siempre sería contado.

El coche se paró. Bajamos. Cada noche con ellos entre el humo que nuestras manos y bocas desprendían se metía poco a poco en mi mente. Los desayunos a su lado y quizás nuestros cuerpos dibujados en la tierra. De vez en cuando, un dolor punzante en el pecho.

Allí estaba. En todo su esplendor: luz de un atardecer sin noche, inmensidad de un océano enérgico sin censura, salvajes las montañas que lo acunaban y preciosas siluetas de aquellos que habían sido invitados. ¿Qué podía hacer? ¿Qué les podía decir? No había palabras, yo que nunca dejo de hablar me había quedado sin palabras. El mareo que solía recorrer mi cuerpo ante la altura se había disipado con sus presencias.

Nos sentamos en unas rocas y viendo como el sol teñía todo de ese color que tanto amo recordamos a aquellos que nos esperaban. Era perfecto, no éramos cinco; éramos todos.

1 comentario:

  1. oohhh amii es precioso...la ultima frase es la mejor, lo describe TODO.

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