Sonaba la música típica de aquellas mañanas extraordinarias. De aquellos días en los que de pronto se aparecía la tregua. Cuando la sonrisa callaba el llanto y cuando el baile apaciguaba los gritos. La niña se despertó en su cama vacía y corrió al salón donde pudo observar una imagen que solo ocurría uno de cada cien días que pasaban; papá y mamá bailaban en el salón. Juntos. Sonreían y parecía que había amor. Ella los miraba como si fuese un espejismo, como si en realidad aquello fuese un sueño. La luz entraba difusa atravesando los ventanales e iluminando la estancia, ahora, llena de vida.
Al verla allí paciente, el padre le tiende la mano a la niña y así se une al baile. Un baile que a penas se puede sentir ahora, un baile que se intuye en ciertas palabras y en los ojos de resentimiento. Un baile que cuando se acaba la música no cesa y que ahora se disipa poco a poco hasta perderse como un suspiro en el viento.
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